La fuente de la cual se desprende tanto derroche de prepotencia e imposiciones por sobre la Constitución y todo el orden jurídico nacional, con el fin de lograr la reelección de Daniel Ortega, es la enorme cantidad de dinero emanado de la cooperación exterior, en primer lugar, de Venezuela, destinada a la campaña electoral del ya bastante próximo 2011. La suma calculada es no menos de un mil quinientos millones de córdobas. Difícil precisar la cantidad, pero en todo caso, no es menor a lo que podría utilizar, y talvez sea mucho más. Cuanto sea, lo seguro es que nadie en nuestro país posee tanto dinero para gastarlo a manos llenas, buscando la conservación y ampliación de su poder político y económico
Onofre Guevara López
El anuncio extraoficial del primer secretario de la Asamblea Nacional, Wilfredo Navarro, sobre que la reunión final del actual período legislativo será próximo 5 de diciembre, indica que no habrá reforma constitucional ni la elección de los funcionarios que operan de facto en los poderes Electoral y el Judicial, ni en la Contraloría y la Comisión de Derechos Humanos. Este anuncio tiene una intención mucho más dramática que lo sugerido por las simples palabras de Navarro, pues ha dicho a nación, nada menos, que funcionará bajo un Estado de facto, al margen de todo derecho, bajo la voluntad dictatorial de Daniel Ortega, de inscribirse como candidato burlando la prohibición constitucional.
Sencillamente, se trata de un golpe de Estado. Y de ello se derivarán, por lo pronto, cuatro situaciones: 1) que siendo Navarro el primer secretario del pacto en la junta directiva de la Asamblea Nacional, se trata de una decisión anticonstitucional compartida por Ortega y Alemán; 2) que logrado ese tipo de “consenso” bipartito, Ortega se habrá impuesto por sobre el orden constitucional, con la complicidad del PLC; 3) que las otras representaciones parlamentarias perdieron la capacidad de influir en el curso de los acontecimientos políticos y legales; y 4) que se abrirá un proceso político al margen de los pactistas, con la libertad de las fuerzas antidictatoriales para abrir cualquier camino en defensa de la Constitución y la legalidad del país.
Dos de esas primeras cuatro posibles situaciones serían controladas por Ortega, con las fuerzas políticas, económicas y burocráticas del poder que controla, más el refuerzo de Alemán, su cómplice principal. La tercera situación será responsabilidad de los sectores de oposición parlamentaria, cuya mayoría acostumbra actuar con veleidades y oportunismos. Y la cuarta situación, dependerá de las fuerzas de oposición, obligadas a construir una coalición amplia, ahora apenas en proceso germinal.
Eso significa, la amenaza de que el país seguirá gobernado, casi sin solución de continuidad en su historia, con métodos personalistas dictatoriales de fuerzas políticas corrompidas en el ejercicio del poder, de una u otra corriente ideológica, pero identificadas en su desenfrenada ambición de poder, de dinero fácil y del disfrute privilegiado del mismo. Dentro de esas fuerzas, el orteguismo que opera a la sombra del sandinismo oficial, se ha convertido en la determinante no por su número, sino por la característica de operar con una disciplina, más como una fuerza militar, que como una fuerza política ideológica.
Pero su capacidad operativa, y cautiva como fuerza electoral, no es tan unitaria en lo ideológico como se ha supuesto. El orteguismo, que sigue cobijado bajo el nombre del FSLN, no funciona como partido político, sino como fuerza de choque con disciplina militar en distintos frentes, con una composición social heterogénea en su mayoría amalgamada con el incentivo económico, o por medio de toda clase de prebendas que emanan de un poder absoluto, sin el control institucional.
Los ministros y altos funcionarios estatales forman la primera fila, con los súper salarios, pese a lo cual no son éstos los que ofrecen las mejores posibilidades de enriquecimiento, si no las posibilidades de hacer negocios lucrativos con el tráfico de influencias. La posibilidad de hacerse de un ingreso familiar amplio y fabuloso, empleando a toda la parentela en cargos de todos los niveles y salarios, aunque no todos sus miembros sean aptos para desempeñarlos cabalmente.
Luego, vienen los funcionarios intermedios, menores y operadores políticos dentro de las instituciones, oficinas estatales y municipales. De este hecho han surgido dos fenómenos negativos desde inicios de 2007: miles de personas de ambos sexos, no orteguistas, despedidas de todo el Estado, como no lo había hecho ninguno de los gobiernos neoliberales anteriores; y la entrega masiva del carné del Frente entre viejos y nuevos empleados –hasta llegar a un millón, según el orteguismo—, unos obligados por el terror a quedar en el desempleo, y otros por el afán de incorporarse a un trabajo, después de un largo y doloroso período sin trabajo ni ingresos formales. Su fin: tenerlos como potenciales votos cautivos, y aunque no tengan la seguridad de lograrlo, les serán útiles para montar el fraude.
En los lugares inferiores de la pirámide orteguista, está incorporada una masa de gente pobre conquistada con pequeñas prebendas para ocuparla como activistas y propagandistas del culto a la personalidad de Daniel, y participantes en las concentraciones públicas progubernamentales. Entre esta masa popular, han quedado una buena cantidad de humildes sandinistas de sincera militancia –aunque no de carné—, con un historial de lucha durante las insurrecciones, como colaboradores con los combatientes populares. No pocos de ellos arriesgaron sus vidas y la seguridad de sus familias durante los años de resistencia popular a la dictadura, entre ellos las madres y padres de mártires de la revolución.
Esta composición humana y social que forma parte de la base del orteguismo, no está unida por convicción ideológica, sino por fidelidad a la causa sandinista original, fuertemente motivada por razones sentimentales. Son personas sinceras y sencillas que no han perdido la esperanza de tener una patria libre y progresista, y aún no han logrado distinguir entre el engaño de los líderes orteguistas enriquecidos en el poder y su proyecto de perpetuarse en el mismo, indefinidamente. Quizás esta gente sea la única reserva moral de que dispone el orteguismo.
La fuente de la cual se desprende tanto derroche de prepotencia e imposiciones por sobre la Constitución y todo el orden jurídico nacional, con el fin de lograr la reelección de Daniel Ortega, es la enorme cantidad de dinero emanado de la cooperación exterior, en primer lugar, de Venezuela, destinada a la campaña electoral del ya bastante próximo 2011. La suma calculada es no menos de un mil quinientos millones de córdobas. Difícil precisar la cantidad, pero en todo caso, no es menor a lo que podría utilizar, y talvez sea mucho más. Cuanto sea, lo seguro es que nadie en nuestro país posee tanto dinero para gastarlo a manos llenas, buscando la conservación y ampliación de su poder político y económico.
Quienes colaboran con este dinero desde el exterior para la imposición indefinida del orteguismo en el poder, por estar engañados con su discurso demagógico, o por la afinidad política de amor al poder y al enriquecimiento, nunca serán vistos a través de la historia como autores de un gesto de solidaridad con el pueblo nicaragüense, sino como cooperadores necesarios del delito de lesa patria y lesa democracia.
Pero aún habrán de contar con la decisión de lucha del pueblo nicaragüense por la constitucionalidad y sus derechos democráticos.
martes, 30 de noviembre de 2010
martes, 23 de noviembre de 2010
Democracia, río y soberanía
Onofre Guevara López
La inflexibilidad ideológica, o dogmatismo, es un valladar inexpugnable para las ideas que –sin ser nuevas— al menos han sido refrescadas con las experiencias de muchos procesos revolucionarios. Me refiero a la idea de democracia, la que ha sufrido una división ideológica, por ende, artificial, entre “burguesa” y “socialista o popular”. Pero, de hecho, todo depende de qué tendencia controla el poder para que la democracia funcione a su favor, con lo cual le pierde su auténtico sentido para los demás.
La burguesía tradicional no tiene el control del Estado y, por ello, no puede orientar ni ejecutar políticas propias, pero lucha por preservar lo básico del sistema social capitalista, la propiedad privada, y el orden jurídico que le es propio. Es decir, vigila la conservación de sus derechos, por medio de sus organismos empresariales y los partidos que les son afines.
Esta misma burguesía, cuando ha estado en el poder, no ha priorizados los programas sociales, sólo en términos demagógicos, de forma limitada y hasta dónde las luchas obreras la han hecho ceder. Es su práctica de la democracia. Fuera del poder, cuando sus derechos los siente afectados, despierta su interés por la democracia, y en eso coincide con los organismos populares y progresistas que luchan por darle su sentido auténtico a la democracia.
La neoburguesía que encabeza Daniel Ortega, controla el Estado a nombre de una revolución intangible. Aquí no existe ninguna revolución, sino un proyecto político sobre la base de la explotación de los recursos del Estado, con un sistema ni siquiera mixto capitalismo-socialismo, sino algo cercano al precapitalismo y al caudillismo de finales del Siglo XIX, con demagogia del Siglo XXI (sólo ha cambiado de lugar los números romanos). Incluso, atropella derechos conquistados, y ha unido su cúpula con el Cardenal Católico al estilo colonial, pese a la crítica de la jerarquía oficial. Obando, no domina la conferencia episcopal, sólo representa al sector más conservador. Su alianza con Ortega, viola el mandato constitucional de que el Estado nicaragüense no tiene religión oficial.
En estas condiciones, surgió el conflicto Costa Rica-Nicaragua en torno al Río San Juan, y ahora Ortega aborda los problemas nacionales en dos espacios distintos: el patriótico y el político. Con uno pretende hacerse una imagen como defensor de la soberanía nacional; con el otro, donde busca consolidar su aspiración reeleccionista.
En el primer espacio, Ortega se apoya en un derecho histórico, los tratados, los laudos y el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Esto le ha valido el apoyo nacional, que no es una patente para su pretendida reelección, pero lo pretende. Y mientras atiende la negociación diplomática en el espacio exterior atiende las maniobras inconstitucionales tras el objetivo de reelegirse.
Para lograrlo, Ortega subordina un espacio al otro, como sucede con su propaganda, llamando al sentimiento patriótico con un doble mensaje: “El Río San Juan es nuestro. Daniel 2011”. Es decir, la defensa de la soberanía nacional, en detrimento de la soberanía popular, por cuanto le niega al pueblo el derecho de escoger gobernantes, dado que pretende imponer su candidatura, estando expresamente prohibida por la Constitución.
Sublimidad patriótica y politiquería juntos, pero incompatibles. Así, con posturas contradictorias, el gobierno atiende la defensa de la soberanía y limita la democracia, porque para tratar de imponer su reelección, le estrecha su sentido. Para ello, el orteguismo ha logrado dividir a los partidos, a la iglesia y a la sociedad, más allá de lo que les divide sus intereses encontrados y sus naturales contradicciones.
Para dividir a los partidos, a Ortega les ha comprado votos y voluntades a los más oportunistas de cada uno. Para hacer lo mismo con la iglesia, el presidente Ortega ha estrechado su relación con Obando, fundada en el mutuo interés, y pese a que hace unos años atrás no se toleraban, ha llegado a consolidarla, tolerando la corrupción de Roberto Rivas, ahijado del Cardenal, ex presidente y candidato de Ortega a la reelección en el CSE, donde, a su vez, Rivas le atiende sus órdenes. Todo acrecienta la sospecha de que unidos esconden propósitos económicos ulteriores, aparte de los doce millones de córdobas del presupuesto de la república para la Universidad Católica, propiedad de Obando y de Rivas.
Dentro de esta realidad, el discurso orteguista pretende sustituir la democracia con un engendro de sociedad “Cristiana” (una concesión al Cardenal, y para la caza de creyentes); “socialista” (un desvarío demagógico); y “Solidaria” (algo practicado de forma similar a la caridad). Debajo, al lado y en el fondo, la propiedad privada de la nueva burguesía, convive con la propiedad privada de capitalistas colaboradores o tolerantes de las políticas estatales, propicias para todo el enriquecimiento que puede permitir la utilización de los mecanismos del poder.
Con esa consigna, Ortega da una justificación “ideológica” a su engendro, confrontándola con los hechos y las realidades económicas-sociales, dentro de un ámbito de irrespeto al orden constitucional, una actuación al margen de una estructura jurídica que garantice la eficacia y la transparencia administrativa, más los derechos de los ciudadanos. El orteguismo destruye el orden jurídico constitucional o lo ignora.
Imposible concebir una democracia sobre el desorden jurídico, la falta de respeto a las leyes o con leyes sin aplicación y sin control sobre las actividades administrativas del Estado. Algunos orteguistas están claros de que su gobierno viola la Constitución, pero intentan justificarlo con el argumento de que no importa lo ilegal, cuando el fin es garantizar “el poder del pueblo”. Esto es pretender trocar legalidad por la voluntad personal; el derecho jurídico por el derecho individual a ordenar y mandar al gusto; la institucionalidad por la autoridad sin ley; y el poder institucional por el poder partidario.
Arguyen también, que la revolución es fuente de derecho. Pero, sucede, que aquí y ahora no hay revolución; el orteguismo alcanzó el poder por la vía electoral (aún cuando no pueda probar que todo fue transparente). El origen de este gobierno sólo tiene que ver con las artimañas politiqueras tradicionales, de las cuales el pacto Ortega-Alemán es su mejor ejemplo.
Este gobierno carece de raíz revolucionaria, por lo tanto, le es ajeno un programa de transformaciones económicas y sociales adecuado a las necesidades del desarrollo técnico y material del país. En cambio, se ha dedicado a repartir baratijas, con aires de caridad navideña y con carácter electorero.
Sin democracia y sin soberanía popular, el orteguismo no es capaz ni está interesado en defender de verdad la soberanía nacional.
La inflexibilidad ideológica, o dogmatismo, es un valladar inexpugnable para las ideas que –sin ser nuevas— al menos han sido refrescadas con las experiencias de muchos procesos revolucionarios. Me refiero a la idea de democracia, la que ha sufrido una división ideológica, por ende, artificial, entre “burguesa” y “socialista o popular”. Pero, de hecho, todo depende de qué tendencia controla el poder para que la democracia funcione a su favor, con lo cual le pierde su auténtico sentido para los demás.
La burguesía tradicional no tiene el control del Estado y, por ello, no puede orientar ni ejecutar políticas propias, pero lucha por preservar lo básico del sistema social capitalista, la propiedad privada, y el orden jurídico que le es propio. Es decir, vigila la conservación de sus derechos, por medio de sus organismos empresariales y los partidos que les son afines.
Esta misma burguesía, cuando ha estado en el poder, no ha priorizados los programas sociales, sólo en términos demagógicos, de forma limitada y hasta dónde las luchas obreras la han hecho ceder. Es su práctica de la democracia. Fuera del poder, cuando sus derechos los siente afectados, despierta su interés por la democracia, y en eso coincide con los organismos populares y progresistas que luchan por darle su sentido auténtico a la democracia.
La neoburguesía que encabeza Daniel Ortega, controla el Estado a nombre de una revolución intangible. Aquí no existe ninguna revolución, sino un proyecto político sobre la base de la explotación de los recursos del Estado, con un sistema ni siquiera mixto capitalismo-socialismo, sino algo cercano al precapitalismo y al caudillismo de finales del Siglo XIX, con demagogia del Siglo XXI (sólo ha cambiado de lugar los números romanos). Incluso, atropella derechos conquistados, y ha unido su cúpula con el Cardenal Católico al estilo colonial, pese a la crítica de la jerarquía oficial. Obando, no domina la conferencia episcopal, sólo representa al sector más conservador. Su alianza con Ortega, viola el mandato constitucional de que el Estado nicaragüense no tiene religión oficial.
En estas condiciones, surgió el conflicto Costa Rica-Nicaragua en torno al Río San Juan, y ahora Ortega aborda los problemas nacionales en dos espacios distintos: el patriótico y el político. Con uno pretende hacerse una imagen como defensor de la soberanía nacional; con el otro, donde busca consolidar su aspiración reeleccionista.
En el primer espacio, Ortega se apoya en un derecho histórico, los tratados, los laudos y el fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Esto le ha valido el apoyo nacional, que no es una patente para su pretendida reelección, pero lo pretende. Y mientras atiende la negociación diplomática en el espacio exterior atiende las maniobras inconstitucionales tras el objetivo de reelegirse.
Para lograrlo, Ortega subordina un espacio al otro, como sucede con su propaganda, llamando al sentimiento patriótico con un doble mensaje: “El Río San Juan es nuestro. Daniel 2011”. Es decir, la defensa de la soberanía nacional, en detrimento de la soberanía popular, por cuanto le niega al pueblo el derecho de escoger gobernantes, dado que pretende imponer su candidatura, estando expresamente prohibida por la Constitución.
Sublimidad patriótica y politiquería juntos, pero incompatibles. Así, con posturas contradictorias, el gobierno atiende la defensa de la soberanía y limita la democracia, porque para tratar de imponer su reelección, le estrecha su sentido. Para ello, el orteguismo ha logrado dividir a los partidos, a la iglesia y a la sociedad, más allá de lo que les divide sus intereses encontrados y sus naturales contradicciones.
Para dividir a los partidos, a Ortega les ha comprado votos y voluntades a los más oportunistas de cada uno. Para hacer lo mismo con la iglesia, el presidente Ortega ha estrechado su relación con Obando, fundada en el mutuo interés, y pese a que hace unos años atrás no se toleraban, ha llegado a consolidarla, tolerando la corrupción de Roberto Rivas, ahijado del Cardenal, ex presidente y candidato de Ortega a la reelección en el CSE, donde, a su vez, Rivas le atiende sus órdenes. Todo acrecienta la sospecha de que unidos esconden propósitos económicos ulteriores, aparte de los doce millones de córdobas del presupuesto de la república para la Universidad Católica, propiedad de Obando y de Rivas.
Dentro de esta realidad, el discurso orteguista pretende sustituir la democracia con un engendro de sociedad “Cristiana” (una concesión al Cardenal, y para la caza de creyentes); “socialista” (un desvarío demagógico); y “Solidaria” (algo practicado de forma similar a la caridad). Debajo, al lado y en el fondo, la propiedad privada de la nueva burguesía, convive con la propiedad privada de capitalistas colaboradores o tolerantes de las políticas estatales, propicias para todo el enriquecimiento que puede permitir la utilización de los mecanismos del poder.
Con esa consigna, Ortega da una justificación “ideológica” a su engendro, confrontándola con los hechos y las realidades económicas-sociales, dentro de un ámbito de irrespeto al orden constitucional, una actuación al margen de una estructura jurídica que garantice la eficacia y la transparencia administrativa, más los derechos de los ciudadanos. El orteguismo destruye el orden jurídico constitucional o lo ignora.
Imposible concebir una democracia sobre el desorden jurídico, la falta de respeto a las leyes o con leyes sin aplicación y sin control sobre las actividades administrativas del Estado. Algunos orteguistas están claros de que su gobierno viola la Constitución, pero intentan justificarlo con el argumento de que no importa lo ilegal, cuando el fin es garantizar “el poder del pueblo”. Esto es pretender trocar legalidad por la voluntad personal; el derecho jurídico por el derecho individual a ordenar y mandar al gusto; la institucionalidad por la autoridad sin ley; y el poder institucional por el poder partidario.
Arguyen también, que la revolución es fuente de derecho. Pero, sucede, que aquí y ahora no hay revolución; el orteguismo alcanzó el poder por la vía electoral (aún cuando no pueda probar que todo fue transparente). El origen de este gobierno sólo tiene que ver con las artimañas politiqueras tradicionales, de las cuales el pacto Ortega-Alemán es su mejor ejemplo.
Este gobierno carece de raíz revolucionaria, por lo tanto, le es ajeno un programa de transformaciones económicas y sociales adecuado a las necesidades del desarrollo técnico y material del país. En cambio, se ha dedicado a repartir baratijas, con aires de caridad navideña y con carácter electorero.
Sin democracia y sin soberanía popular, el orteguismo no es capaz ni está interesado en defender de verdad la soberanía nacional.
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