lunes, 21 de febrero de 2011

La falaz propaganda política

Onofre Guevara López 

La gente piensa, y no siempre piensa mal, que la publicidad le interesa más al mal producto, pues es el que necesita ofrecer al público cualidades imaginarias. Esta percepción puede ser exagerada, pero no por eso deja de ser cierta. 
Existe una diferencia esencial entre el aviso y la publicidad. El primero es necesario para la relación y la comunicación entre las instituciones y el público, por cuanto, a través suyo, se orienta sobre las características de los productos, los precios, los centros de distribución y en especial sobre los servicios públicos. La publicidad también anuncia, pero su función principal es interesar al público por los productos y excitarle a que los compre.  
De las características de la publicidad comercial se apropia la propaganda política. “Vende” cualidades y méritos personales de un candidato --de los cuales ni él mismo está enterado, porque no los tiene--, o él se las sugiere a sus propagandistas, según cómo quiera que lo vea el público elector. En nuestro país y durante los últimos cuatro años, el orteguismo con su propaganda, ha estado tejiendo una red pescadora de votos como nadie lo había practicado nadie. Y esto, aparte de que con su maquinaria electoral (el CSE), los votos no les son tan necesarios. Es difícil que el en futuro pueda alguien hacer algo parecido a la propaganda de Ortega, en cuanto a cantidad y costos. 
En la exageración de cualidades imaginadas para Ortega, la profusión y la variedad de la propaganda, más sus incalculables costos económicos, tampoco hay precedentes, pero el contenido de la propaganda no es nada original. La mentira es tan vieja como la humanidad misma. Pero hay ciertas formas y consignas que sí, pueden ser originales del momento histórico, pero no significa que tengan que ser buenas y acordes con la realidad, tal es el falso y cínico pregón de que este gobierno es “cristiano, socialista y solidario”. 
¿Gobierno ”cristiano”?  El gobierno orteguista debería aclarar qué clase de “cristianismo” es el suyo. Es necesario que lo haga, pues –aparte de que la Inquisición también lo fue—, en el mundo, y en Nicaragua, por supuesto, hay tantas iglesias y sectas “cristianas” como se le antoja a cada quien interesado en montar su propia empresa religiosa. Y lo “cristiano” en su gobierno es sólo una marca comercial; o “patente de Corso” para la delincuencia politica. Tampoco su “cristianismo” es del agrado de la iglesia católica ni de todas las otras iglesias, por lo tanto, no puede arrogarse el título sin caer en la usurpación. Sobre todo, es una flagrante violación constitucional.
Sólo queda pensar en que lo suyo es una empresa o secta “cristiana-política”, porque Ortega le define sus actividades, que no son  diferentes a sus actividades políticas partidarias ni tiene más fin que promover su reelección entre creyentes. Una estafa.  El único aval que ha conseguido es el del Cardenal Miguel Obando Bravo, lo suficientemente bien cuestionado porque no es una amistad “cristiana”, sino compromiso de origen delincuencial. Tampoco su lealtad hacia Ortega le confiere legitimidad a lo que dice y hace. No es aventurado decir que ese su “cristianismo”, le nace de la conciencia que tiene de su ilegitimidad.
¿”Socialista”?  La identidad socialista es heterogénea, de tal forma que Ortega –o la creadora de sus consignas—, debería aclarar cuál socialismo es el suyo. Necesario es hacerlo, porque si fuera el socialismo clásico de Marx, le falta socializar la propiedad de los medios fundamentales de producción. Y lo que aquí funciona es la propiedad privada, de la cual el señor Ortega, su familia y secuaces son fervientes practicantes, como los gobernantes de cualquier país donde opera el “capitalismo salvaje”. 
Tampoco es ”socialismo real”, ni socialismo democrático o socialdemócrata, porque al Estado le han privatizado áreas fundamentales de la economía nacional, como la energía y las comunicaciones. Y el mismo Ortega, se hizo socio de la transnacional española Unión Fenosa o como se llame ahora, en vez de rescatarlas.  A sus víctimas, los consumidores populares, les ha puesto de tábano a sus CPC. 
A menos que le llamen “socialismo” a los proyectos sociales que apenas tienen una parcial ejecución, casi siempre sólo entre sus partidarios. Pero aun cuando fueran tan amplios como lo pregonan, iguales y mejores proyectos sociales han conquistado los trabajadores en países con  gobiernos capitalistas. Y en cuanto a las libertades políticas y los derechos humanos, los orteguistas más bien se gastan cierto parecido al “nacional socialismo”.
¿”Solidario”?  La solidaridad tiene varias formas; de persona a persona, de pueblo a pueblo, y de gobierno a gobierno, entre otras. La solidaridad que practica Ortega es clara: la recibe de Venezuela, y cuyo destino y utilidad, cantidad y calidad, sólo él la conoce. Ni todos los del gobierno lo saben, mucho menos la ciudadanía, porque ni la asoma al Presupuesto General. La solidaridad suya hacia Venezuela, más bien hacia Chávez, es lírica; discursos en foros internacionales y declaraciones diplomáticas ocasionales.
Lo que falsamente los orteguistas llaman solidaridad, es hacia pocos sectores populares, y está limitada –aunque bien publicitada— a los programas sociales. Pero aun cuando fueran tan importantes y para todos, como dicen, no puede ser solidaridad, sino cumplimiento de obligaciones del gobierno con el pueblo. El gobierno no tiene derecho a evadir sus responsabilidades con el pueblo en materia de atención social, porque es administrador no benefactor, para eso se elige o se tolera, aunque no sea resultado de una elección limpia y mayoritaria. Y cuando las cumple, tampoco tiene derecho a decir a presentarla como solidaridad personal del gobernante. 
A propósito de la descomunal propaganda electorera de Ortega –y más que descomunal, violatoria, dado que la Constitución le tiene prohibida la reelección—, es oportuno repetir una anécdota de un publicista sobre lo falaz que puede ser la publicidad política. Lo hago, porque, además de aleccionadora, quien la leyó la habrá olvidado y quien nunca la conoció, merece conocerla. Es la siguiente:
El publicista Jerry Della Femina afirmó que podía “escribir la mejor campaña política del mundo, pero que se abstiene porque no tiene confianza en el producto.”  Para demostrarlo, creó esta campaña: 
“Primer comercial: un niño juega a la pelota contra una pared. Un niño rubio y hermoso. La voz en off dice: Este niño es amenazado por la gente. Sólo un hombre puede hacer algo contra esa amenaza. Sólo un hombre puede salvarnos a nosotros y a este niño de ese peligro terrible. Segundo comercial: una ciudad destruida por la guerra. La voz en off: sólo un hombre odia tanto a la guerra como para detenerla. Fue herido en la guerra y sabe lo terrible que puede ser. 
“Una vez terminada la historia, Della Femina preguntó a su auditorio: ¿votarían ustedes por este hombre? Todos aprobaron. Bueno, no bajen sus manos hasta que les diga el nombre de mi candidato: Adolfo Hitler,”  
En nuestro país, al candidato más publicitado le está prohibido serlo. De modo que la pregunta de si votarían por él… no cabe.

lunes, 14 de febrero de 2011

Ortega: dos opciones igualmente funestas

Onofre Guevara Lopez



Lo predecible del futuro inmediato de nuestro país, no se lo debemos a ningún gurú de la política, sino a Daniel Ortega, cuyas líneas de acción han sido tan nítidas tras el objetivo de reelegirse, como no lo ha sido ninguna otra de sus elevadas funciones presidenciales. A la idea anterior, le iba a agregar: “desde que volvió al poder en 2007”, pero no hubiera sido correcto, porque, en verdad, Ortega anda detrás de la presidencia desde hace 31 años. Y nada más, ni mejor, es lo que Ortega ha hecho --desde abajo y desde arriba-- durante ese período, que tratar de envejecer en poder.
No nos asombremos, entonces, de que con Ortega nos depare en el futuro más próximo, el fin de la estabilidad medianamente democrática, para reiniciar, en forma más descarada, otra fase de su mismo régimen autoritario, fascistoide, confesional y corrupto. Lo avanzado por el orteguismo tras ese objetivo, no es despreciable, y también lo suficiente como para que, a estas alturas, cualquier cambio que se le obligara a hacer, se corra el riesgo de que sólo su figura cambie. Me refiero a que él ya ha impreso al gobierno su propio sello y –como ya ocurrió una vez en la historia— de no culminar su ambición de reelegirse ilegalmente, podríamos tener un “orteguismo sin Ortega”. 
No por un hecho accidental o caprichoso, ya he escuchado más de una vez, la idea de que Ortega --si la presión fuera lo suficientemente fuerte, y para no perder todo lo ha ganado, en todo sentido--, podría renunciar a su ilegal  pretendida candidatura, y nombrar para sustituirlo a un Santos René Núñez o a un Rafael Solís Cerda. Con ninguno perdería la mínima influencia sobre el Estado, y –aunque fuere por la fuerza de las circunstancias y, desde luego, contra su gusto—, imitaría a Somoza García, el fundador de la dinastía, en hacerse un puente ficticio entre el poder directo y el poder por interpósitas manos, para lo cual –nadie lo duda— haría muy felices a los personajes mencionados. 
Esa opción, pese a todo lo improbable que parezca, le abriría a Ortega un continuismo más que por simple reflejo, sino casi de forma directa.  Pero sería una opción entre dos opciones: la otra sería –prácticamente, la que hasta hoy tiene funcionando—, tirarse torpe y obcecadamente contra toda legalidad y contra todo rasgo político decente, decencia que, además, nunca ha sido  característica en su gestión política.  Los llamados “congresos” que nada tienen de tal, dado que tienen un único punto y, además, no discutible, sino para decir sí, a una consigna con no menos de cuatro años de envejecimiento. El objetivo no puede ser más que tratar de imponer la idea de que “la voluntad popular” está por encima de la Constitución Política.   
No hace falta pensar en que esta opción le ampliará la zona local e internacional de desafección por su estilo anticonstitucional de gobernar. A la luz de un criterio más abierto, y de una política flexible, la primera opción es la que más le convendría a Ortega, pero aún no parece ninguna luz capaz de penetrar en sus oscuros intereses personales y familiares. Desde luego, al país no le conviene ninguna de las dos opciones.  
Por el momento, es obvio que la posibilidad de la renuncia no va con la mentalidad de Ortega, y es la segunda opción la que lleva adelante contra viento y marea. Su ego lo ha inflado tanto él mismo con su propaganda, que parece imposible que llegue a permitirse un poco de lucidez para cambiar de táctica, ya no digamos para desinflarse. Tampoco se vislumbra a lo inmediato que pueda emerger un hecho lo suficientemente conmovedor, en lo político y lo social, como para esperar el “milagro egipcio” por generación espontánea. Tenemos, por hoy, un pueblo pasivo, además de traicionado por la oposición oficial, lo cual, por otra parte, es otro motivo para justificar una reacción popular contra la situación creada por Ortega. 
Son muy fuertes los motivos que impiden la emergencia de alguna flexibilidad en Ortega, porque le han sido esenciales para su pretensión: 1) la inversión multimillonaria que ya hizo en su auto promoción, en cuatro años; si lo cálculos de sus fondos pro reelección han sido acertados, no lleva menos de  cinco millones de dólares gastados sólo en la campaña no oficial montada desde el comienzo de su gobierno; 2) los millones extras que tendría que invertir en la campaña del sustituto, dado que ninguno de los mencionados tiene una base amplia de aceptación, y tendría que comprársela muy cara. Esos serían los costos materiales. 
Los costos políticos, serían: 1) tener que revertir la idea inoculada en la conciencia de sus partidarios, de que él, Ortega, y después de él nadie en su movimiento, se le compara en capacidad, inteligencia, bondad y sabiduría, como para que merezca ser el candidato de su “partido”; 2) tener que paliar el desengaño de sus fanatizados partidarios –porque en cualquier medida demostrarán algún descontento por el engaño de que han sido víctimas durante por lo menos veinte años con el culto a su personalidad; eso minaría la confianza de las bases en un ídolo de barro, lo cual afectaría no sólo a los votantes cautivos, sino también a los llamados indecisos; 3) el haberse apropiado sin medida de méritos que no le corresponden, dejará en el descrédito a su aparato propagandístico, empobrecido e incapaz de poder nutrir de méritos la escualidez de un sustituto. 
El derroche de dinero que Ortega ha hecho para su auto promoción, buscando consolidar el culto a su persona, ciertamente, que es una cifra inalcanzable para cualquier político de nuestro país. Y, por eso, lo insólito: Ortega ha acumulado tal cantidad de dinero, que si se viera obligado a buscar el sustituto que le tenga por cierto tiempo la presidencia, no le daría ni frío ni calor echar a perder los millones invertidos, con tal de asegurar su continuismo por medio de un títere. Además, ese dinero no le haría falta; él no sería el primero en experimentar que, con lo que no cuesta, bien se puede hacer una fiesta. 
Al margen de cualquier especulación, suceda lo que sucediere después de que Ortega se decida por una de las opciones que tienen a la vista, su falange seguiría manteniendo el apoyo básico de la estructura del Consejo Supremo Electoral para obtener una “victoria” electoral fraudulenta. Con ningún tipo de cambio que pudiera producir en las nóminas electorales –la del candidato presidencial y las de las candidaturas parlamentarias—, Ortega arriesgaría el continuismo. Es la movilización popular contra la violación constitucional lo que haría renunciar a su candidatura, y también podría frustrar la consolidación de cualquier maniobra para imponer a un títere en la presidencia. 
Por ello, no reelección ni continuismo enmascarado; elecciones libres y transparentes, serían las respuestas patrióticas del pueblo a cualquiera de las dos opciones de Daniel Ortega y sus secuaces.

martes, 8 de febrero de 2011

Continuidad y continuismo

Onofre Guevara Lòpez
Es normal que en los partidos políticos se note unidad entre el discurso oficial que expresan sus jefes y el discurso que, como un eco, repiten sus partidarios. Esa unidad, sin embargo, no refleja sus respectivos intereses económicos y sociales, ni tienen iguales formas de expresión, las cuales, a su vez, revelan desigualdad cultural. Además de esta diferencia, cada uno recibe el estímulo de sus propias condiciones materiales de vida, y la percepción que cada grupo tiene sobre un mismo asunto –más la elaboración ideológica que cada quien le hace—, impiden que lo interpreten y lo sientan de la misma manera.

No es raro, entonces, que entre ellos haya contradicciones, aunque no siempre afloran hacia el público. Para Daniel Ortega y su grupo más cercano, la continuidad no representa lo mismo que para sus partidarios de las bases. Todos están por la reelección, pero la reelección no significa  continuidad para todos.

Comencemos por el hecho de que las primeras víctimas de las ambiciones reeleccionistas de Ortega han sido sus propios compañeros de partido. Los que por capacidad, aptitud, idoneidad, legítima aspiración y derecho han querido ser candidatos a la presidencia de la república por el que fue FSLN. (Ahora, la anulación de los cuadros es total). ¿Por qué? Porque han pretendido la continuidad de las reformas revolucionarias en democracia, y a Daniel sólo le interesa el continuismo de su poder personal autoritario. Aquí resalta la diferencia práctica entre continuidad y continuismo. Veamos cada concepto en las versiones de diccionario:

Continuidad: “cualidad de continuo; circunstancia de ocurrir o realizarse una cosa sin interrupción.” Ésta es la idea que animó a quienes fueron defenestrados, y seguramente es la idea de la base del orteguismo actual, pero ésta sufre el espejismo de que este gobierno representa la continuidad de la revolución sandinista. En muchos casos, es un espejismo sincero, honesto, idealista. En cambio, para Ortega y sus secuaces, la continuidad no les interesa, sino como consigna demagógica de que ellos impulsan la “segunda etapa de la revolución”. Lo que ellos buscan, en realidad, es el continuismo, o sea: la “ausencia de cambios o renovación en un proceso o situación, particularmente política.” Más claro, imposible: Ortega sólo busca su reelección para seguir con su proyecto político individual, por extensión familiar y por conveniencia grupal.

Después de quienes aspiraron a ser candidatos, y por ello Ortega los expulsó o marginó, en la lista de sus víctimas siguen quienes han tenido una visión y opción de continuidad democrática, aunque nunca aspiraron a ser sustitutos de su candidatura. 
A Ortega les están inflando su ego quienes por una infinidad de razones –más que todo, la razón económica—, apoyan su proyecto político y lo defienden. Al lado de los oportunistas que le hacen la corte a Daniel, se ubican los reproductores de su discurso en la base, y creen que van tras objetivos sanos y hasta piensan que, ciertamente, el orteguismo busca la continuidad de la revolución del 79. Por lo tanto, no distinguen el continuismo en la ilegal reelección de Ortega de sus ambiciones, y repiten mecánicamente la parte del discurso oficial contra los que se oponen: “enemigos de la revolución”, y “agentes de la derecha y del imperialismo.”

No hay razones ni argumentos inteligentes que puedan contrastar las denuncias de corrupción, por demás, fundadas en los hechos comprobados y comprobables. De ahí, que trabajan tras la ilusión de que, lo de Ortega –en primer lugar su reelección—, es un proyecto transformador. Hacen cuentas galanas, además, con las vaquitas, los chanchitos, las gallinitas y los milagrosos planes para acabar con la pobreza, algo tan de moda en boca del mundo oficial de todos los países, grandes y chicos, desarrollados y enrollados por el atraso.

Aun haciendo la concesión de que sus reformas sociales están cerca de la realidad, incluso que son ya una realidad, a cualquiera le asalta una inquietud: ¿equivale tanta belleza a la pérdida de los derechos democráticos, las libertades públicas, la dignidad personal y la justicia?  ¿Es necesario renunciar al derecho de un trabajo digno y justamente remunerado, a cambio de las humillaciones que dan la dependencia del “partido” y de la voluntad de cualquier burócrata prepotente, además de ladrón, que manipulan todo a su gusto?

No hay mucho que decir para darse cuenta de hasta qué punto la base del orteguismo no alcanza ver con claridad –y algunas veces— tampoco con sospecha, la magnitud del enriquecimiento personal, familiar y grupal del orteguismo con la colaboración venezolana. Un negocio con beneficios de oscuros destinos y de una confusa relación personal, partidaria y estatal bajo las consignas latinoamericanistas de la solidaridad del Alba.

Aun menos claras son las adquisiciones de propiedades multimillonarias como hoteles, haciendas, mansiones compradas o construidas al gusto de los recién estrenados millonarios con asiento en cualquier corporación, empresas, instituciones públicas o el “partido”. ¡Todo un complejo laberíntico que envidiaría el mismo Dédalo!

Aunque exista una masa de ingenuos o “creyentes del agua clara” del orteguismo, es más que obvio que no puede haber compatibilidad entre su concepto de continuidad y la práctica del continuismo orteguista. Esa es la visión que el orteguismo no deja de ofrecer con sus violaciones a la Constitución, la búsqueda de su continuismo y no la continuidad de ninguna revolución, lo cual no puede ocultar con su multimillonaria y ofensiva propaganda.

Daniel Ortega está a punto de proclamar otra “victoria” contra las leyes y la Constitución y, por lo mismo, contra Nicaragua y los nicaragüenses, con la colaboración de la oposición oficial de Arnoldo Alemán, apéndice de los planes de Ortega, con su habitual hipocresía de cara al público y sus negocios políticos por debajo de la mesa. Éste va también tras su propio continuismo de segunda categoría: diputaciones, magistraturas y toda clase de prebendas.  

Al otro sector de oposición, tan heterogéneo como dividido, le está cogiendo la noche con su unidad, y se encuentra aprisionado entre los métodos tradicionales, personalistas, y el círculo de hierro de las ilegalidades del sistema electoral vigente. Buscar la unidad mecánica en estas condiciones no le serviría de nada a la visión del pueblo; y la unidad total, es imposible.

Pero podría ser opción si, al menos, pretendiera la continuidad de las reformas democráticas frustradas; no dejar en el aire objetivos mínimos por los que se ha luchado históricamente: un país con gobiernos libres de oportunistas; un verdadero orden constitucional; freno y castigo de la corrupción; retornar en proyectos sociales al pueblo lo que le han robado; reformas sociales sin demagogia; ley electoral democrática y separación efectiva de los Poderes del Estado. Sólo para empezar. ¿Podrán?