martes, 28 de junio de 2011

La división del “trabajo”

Onofre Guevara Lopez.

Ya casi no queda nada –ni nadie que lo dude— que en el Estado casi todo funciona de hecho y no de derecho. Y ese vicio, no desconocido en nuestra historia, hoy está más universalizado que nunca. Hay un presidente que, de hecho, ganó el cargo con un porcentaje (38%) violatorio de una obligación estatuida en la ley (el 50% más uno), al amparo de acto un pacto político mafioso. Junto al presidente cogobierna una señora que no tuvo elección legal de ningún tipo, pero, de hecho, tienen una división del “trabajo” como quizá no haya otra en el mundo.
Él, don Daniel Ortega, de hecho funciona con una autonomía que la Constitución no le concede, y además de no tomarla en cuenta, la modifica a su antojo en lo que se opone a sus intereses políticos. Ella, doña Rosario Murillo, complementa ese “trabajo”, alimentándole su complejo mesiánico, con un lenguaje seudo místico, de amor a los pobres, la paz, la vida y la felicidad.
El “trabajo duro” y la fortaleza del poder lo hace Ortega en sus discursos. Antes, usa como recurso psicológico para dominar a su auditorio, hacerse esperar hasta cuatro horas, mientras le distraen con música, consignas y espectáculos de bajo nivel artístico. Su hablar pausado no es sólo por su falta de fluidez, sino porque recalca sus palabras e ideas hasta el cansancio, como queriéndolas penetrar en sus mentes junto a su imagen de caudillo incontrovertible. La parte maternal y mística es de Murillo, quien, con tono declamatorio melodramático, elogia las virtudes del “comandante Ortega” (que nunca comandó en la guerrillera).
Para Rosario, Daniel es hombre que no duerme, pensando en los problemas de los pobres y de la patria; piensa en todo: la casita para regalar a los pobres, la educación de sus hijos, la salud de todo el pueblo. Todo adquiere en su voz de santidad fingida, como esperando que ocurran sus milagros frente al auditorio. Las 24 horas del día, se le oye por sus radios, y la mitad del día se le ve por sus canales de televisión, y en los encuentros con sus secretarios políticos, excitando a mejorar el “trabajo”, a no apartarse del objetivo de propagar la idea del “bien común”, para lo cual nada es mejor que conseguir la reelección para que el bienestar y la felicidad de los pobres sean alcanzadas a plenitud.
Ella pone semblante de piadosa matrona en misa cuando habla Daniel, pero no invade su terreno, porque en su voz mística no calza lo que en la suya –de Daniel—: las palabras idóneas contra los peleles, agentes de la embajada gringa, traidores, hijos de Gobbels, vendepatria, defensores de los oligarcas y etcéteras que ya ni se diga. Pero en ambos, en su turno, no faltan las invocaciones a Dios y a la virgen María, cuya voluntad divina de ayudar a los pobres se expresa a través de Daniel. “Cumplirle al pueblo, es cumplirle a Dios”, no es consigna que se queda en los rótulos, baja a las masas como su sagrado compromiso de no fallarle a ninguno de los dos. Este recurso demagógico se los ha facilitado el espacio que dejó en sus mentes una teoría revolucionaria en su fuga, de pronta y fácil disolución.
La indiferencia que Daniel y Rosario lucen por la legalidad es tan imperturbable como la Esfinge. Y no sólo porque no la respetan, sino porque ante las protestas por las violaciones que les hacen a la Constitución y a todo el orden jurídico, no les mueve ni siquiera para argumentar sus medidas. Se sienten por encima del bien y del mal, luego de que ordenan a sus agentes una violación constitucional, y todo queda consumado por su sacra voluntad. Escrito “en piedra” está, dicen después.
En otro nivel de la división del “trabajo”, desconocer, violar el orden jurídico, es labor de sus agentes-magistrados en el Poder Judicial, y para aplicarlas, está su Consejo Supremo Electoral. Ellos responderán a las críticas, si quieren, porque nada ni nadie les obliga. Los co-gobernantes, ante las denuncias documentadas de la corrupción en las instituciones no dicen una sola palabra en público, aunque en privado reparten más premios que castigos, pero eso no es materia que merezca ser discutida ante el pueblo, el que, en vez de información, recibe consignas.
Otro tema que no alcanza el mérito de ser tocado por sus excelencias es el de sus cuantiosos negocios con el dinero venezolano y del Estado. Pueden caer rayos y centellas en forma de críticas y denuncias, y nada les hace explicar nada. En su división del “trabajo” eso no cuenta; eso corresponde al área sagrada de lo intocable, o cuando más, sólo para algunos de sus testaferros.
El orteguismo se ve empeñado en destruir las bases jurídicas de un Estado ya penosamente democrático, y cada quien hace su “trabajo” en el área encomendada. Para ello, han moldeado una militancia sobre la base de prebendas y oportunidades de enriquecimiento con impunidad. Han construido una maquinaria deshumanizada y ambiciosa: por ideología tiene fe; por principios obediencia; por convicción ciega confianza; por ideales objetivos; por dirigentes ídolos; por organización secta religiosa.
Creen vivir en una burbuja de cristal, donde habitan los buenos, mientras los malos están excluidos por castigo divino, dado que atentan contra la felicidad de sus bienaventurados “burbuguenses” (los nuevos burgueses). Por eso, son sordos ante las denuncias de corrupción; para ellos, sería darles gustos a los enemigos, agentes del imperialismo y la derecha que añoran los gobiernos neoliberales corruptos, y llevan a cabo sus planes de acabar con el poder del pueblo, dignificado por primeras vez por “su  revolución”. Enseñan a su gente ver el poder no como medio para avanzar cambios sociales, sino para materializar sus ambiciones; las condiciones que se han creado con el poder, les ha aflorado adormecidos o postergados vicios, y les estimulan los nuevos.
Los “cuadros” nuevos están condicionados por un ambiente político decadente, sin ninguna experiencia de vida bajo el somocismo y, por ende, ajeno a las luchas históricas, sin cultura política ni ideales progresistas; se los han sustituidos por el fanatismo caudillista y el oportunismo político. Por eso, no les ha sido difícil tomar las piedras para usarlos contra los “enemigos”, y defender al “Hombre”, haga lo que haga en contra de la institucionalidad. Su objetivo se lo han marcado muy bien: defender con cualquier medio al gobierno de “los pobres” en una cruzada por la felicidad de todos, contra los malos que conspiran bajo el pretexto de defender los derechos democráticos y abusan contra las libertades que garantiza este gobierno.
En fin, los nuevos “cuadros” tienen las “cualidades” del agente, el “oreja” o el guardia de los somocistas llena-plazas y represores.   
Función resumida de la maquinaria orteguista: en lo ideológico: instintos contra convicción; en lo económico: la caridad en vez de trabajo digno; en lo administrativo: oportunismo versus honradez; y en lo político: el poder contra derechos. Una maquinaria puesta en marcha al alimón por una falsa mística y un falso revolucionario. Una armónica división del “trabajo”.

martes, 14 de junio de 2011

Breve transito del origen al ocaso de un Partido


Onofre Guevara López

El que fue Frente Sandinista de Liberación Nacional –lo sigue siendo oficialmente—, es el único partido político nicaragüense en cuya génesis no hay ningún rasgo democrático, debido al carácter político militar de su estructura orgánica inicial, cuando predominó más lo militar que lo político. Con esa característica llegó al poder como fuerza dominante en julio del 79, por lo que su estructuración partidaria formal comenzó junto a sus funciones administrativas del Estado, y con una celeridad no ajena a las improvisaciones.

A la Dirección Nacional Conjunta le sucedió la Dirección Nacional, con los mismos actores. Esta Dirección Nacional, quedó integrada en el movimiento como una Comisión Ejecutiva o Comité Ejecutivo al frente de el Congreso, la Asamblea Sandinista –a modo de Comité Central—; los Comités Regionales, Departamentales, Municipales y en el pie de esta pirámide, los Comités de Bases de distritos, barrios y empresas. Una estructura similar a la de un partido comunista, pero sin su tradición, experiencia ni su manejo colectivo de los fundamentos ideológicos clásicos del marxismo-leninismo, aunque se rigió por el “centralismo democrático”, con más centralismo que democracia.   

Siguió predominando el verticalismo tipo militar; los secretarios políticos en los respectivos niveles de toda la estructura, eran comandantes guerrilleros, ex combatientes o funcionarios públicos, de empresas estatales y fábricas. No había una relación horizontal entre dirigentes y militantes y miembros de base, sino a través de órdenes verticales. La situación de guerra durante diez años, hacía imposible la democratización de estas relaciones, aunque se logró hacer funcionar reuniones de los Comités partidarios y sus discusiones, aunque casi siempre en torno a materiales elaborados por los organismos de agitación y propaganda sobre la actualidad política o los discursos de los miembros de la Dirección Nacional.

Se ejercía la crítica y la autocrítica, a menos a lo interno de los Comités, no hacia fuera ni hacia arriba. Algunos temas relacionados con los problemas del FSLN, de cuestiones en torno a sus dirigentes y sus ministros eran vedados por órdenes expresas, por auto censura o porque el éxtasis revolucionario lo embargaba todo y a todos. Lo prioritario era la defensa de la revolución en todos los terrenos, y no se le daba mayor importancia ni espacio a cuestiones de la teoría. Los materiales de lectura y estudios eran las distintas versiones sobre la lucha del General Augusto C. Sandino; y los fundamentos marxistas, no siempre en los textos de los clásicos, sino en  versiones de manuales soviéticos y cubanos. Pese a todas esas limitaciones, en el FSLN había una vida y una actividad partidaria dinámica y participativa; predominaba un sentido de pertenencia y de responsabilidad respecto al FSLN.  

Las inquietudes internas asomaron a finales de los ochentas, y el viraje hacia la democratización partidaria ocurrió posterior a la derrota electoral del 90, la que fue frustrada y se inicio al ascenso del dominio personal de Daniel Ortega y los de su círculo. El Congreso y la Asamblea Sandinista fueron perdiendo regularidad e importancia, hasta reducirse a las páginas de los Estatutos que, a su vez, se hicieron inefectivos, decorativos. La estructura partidaria se disolvió en grupos de activistas manejados verticalmente, hasta convertirlos en esos engendros llamados “Consejos del Poder Ciudadano”.  Eso funciona como de propiedad personal de la familia Ortega-Murillo y algunos de sus secuaces. El caudillismo de Ortega rompió la estrechez del caudillismo criollo tradicional, y ha impulsado el culto hacia su persona con una tecnología que en el pasado no conocieron ni imaginaron los Emiliano Chamorro ni los tres Somoza.

Más antidemocrático no podría ser el actual partido orteguista. Sin embargo, el orteguismo, no se reduce al fenómeno del verticalismo en lo orgánico, sino que tiene efectos en la conciencia, la conducta, el pensamiento, los valores en sus viejos y nuevos miembros, creando otra estructura ideológica en lo individual y colectivo.

Una mezcla de lenguaje “revolucionario” con el discurso y el ritualismo seudo religioso de los Ortega-Murillo, sustituyó al débil fundamento ideológico marxista que sólo conocieron superficialmente. Las invocaciones frecuentes a Dios y a la Virgen en sus discursos –falsas o no—, han reemplazado a su escueto marxismo, con la finalidad de ganarse la conciencia de sectores populares atrasados para su proyecto de reelección ilegal, y aun más allá, al infinito de sus ambiciones personales.

Las actividades de las bases del orteguismo giran con entusiasmo inocente en torno a las celebraciones de La Purísima en diciembre, compartido con las celebraciones del 19 de julio. A sus bases les anima un sentido de mendicidad, y a su jerarquía de caridad y de “amor cristiano”. Esto mismo funciona en otras ocasiones de motivos políticos religiosos. Les domina la idea de “conseguir algo” de manos de los magnánimos y “cristianos” gobernantes, que va desde un trabajo a una casita; desde los juguetes para los niños al préstamo de dinero; desde una mochila –con propaganda electorera— hasta la gallina y el cerdito; en fin, toda la demagogia y el oportunismo en que han degenerado sus llamados “programas sociales”.

Los miembros de mayor nivel político alcanzan cargos que no son dignos de llamarse de “dirección”, sino de promotores de agitación y propaganda, con predominio del sentido del beneficio personal.  No hay mística partidaria –pues en verdad no hay partido—, ni fidelidad política por convicción, sino por interés de quedar bien con el jefe inmediato, como medio de progresar a la sombra de los jefes mayores. No se practica la solidaridad por principios, sino que se trueca sumisión por beneficios personales.

Esta práctica funciona a dos escalas en que se divide el orteguismo: 1) los se arriba, que, aparte de sus altos salarios, nutren sus ingresos con acciones ilegales a través de operadores de abajo dentro de las instituciones estatales; 2) los arrimados –que crece en número e influencia—, que son alcaldes, concejales, diputados y políticos de otros partidos en busca de oportunidades, sea un cargo mejor o la compra-vente de favores y votos. Hay profesionales, ex banqueros, ex funcionarios de gobiernos neoliberales que han encontrado en el orteguismo su fuente de ingresos. Una red de tránsfugas, como una red de “trata de blancas” en el sistema político.

Este sistema está fundado sobre una mentira: la millonaria colaboración venezolana no es solidaridad hacia Nicaragua, sino con Daniel Ortega, que  apuntala su proyecto personal. La paradoja es que el país la está pagando  en varios sentidos, y mientras la deuda se hace más grande, más se aleja de los intereses nacionales.

Ante el ocaso del FSLN, comandantes de la revolución y guerrilleros; ex combatientes y militantes le han abandonado para resguardar su dignidad, la del sandinismo y la de los nicaragüenses.

martes, 7 de junio de 2011

Los partidos: Podrían ser menos antidemocráticos


Onofre Guevara López

La experiencia no es despreciable si se trata de ser fiel a la realidad histórica, y en la experiencia de los partidos políticos, nada hay que recomiende reconocerles una esencia democrática. Para encontrar esa verdad, basta despojarse de simpatías partidarias y de cariños de juventud.

Sólo en su declaración de principios, en sus estatutos y programas se halla la identidad democrática de los partidos. Y en la necesidad de las clases, grupos o sectores de contar con un instrumento de lucha, se convalida su existencia. Pero en  sus estructuras orgánicas piramidales, nada indica que los partidos políticos puedan funcionar de manera democrática.

Afirmar que todos los partidos son iguales, es faltar a la verdad. Tampoco se puede estandarizar todas las complejidades de los partidos –en sus concepciones y actuaciones—, pues dificultaría hallar las diferencias que comprueban cuáles de ellos son más o menos anti democráticos.

Entre el conjunto de razones que dan vida a los partidos, destaca su utilidad  como instrumentos organizados de lucha; y por medio de la disciplina se cohesionan voluntades para la acción de conjunto en una sola dirección. Los partidos necesitan disciplina, pues sin la cual corren el riesgo de caer en acciones anárquicas y, por ende, incontrolables.

Todo eso es indispensable en los partidos para obtener su principal objetivo: el poder político. Una alternativa de la acción partidaria es la movilización espontánea, libre, auto convocada de las masas populares; y ante su poder no hay gobierno que resista. Pero, la falta de organización, de orientación única y de disciplina de estos movimientos, propicia que, al final, sean los partidos los que se queden con el fruto de esta acción colectiva.

A su vez, un partido político –o una  coalición de partidos— para garantizar el triunfo logrado por la acción de masas o por la vía electoral, es imprescindible el apoyo de las masas. Pero, en ese momento, es cuando comienzan a emerger y sentirse las contradicciones entre las cúpulas que ganan el poder, y las bases que, pese a su fuerza social que las sustenta, no tienen el control del poder. Las bases son pilares sobre los que descansa el gobierno, pero con eso no llega la culminación de sus aspiraciones ni el fin de sus necesidades. Juntas, las cúpulas y las bases, hacen el partido, pero éste no funciona igual para ambos.

Este es un problema insoluble, y en el curso de los acontecimientos sociales se distancian aún más, y de entre las cúpulas son los líderes o caudillos  quienes se hacen cargo de todo, relegan a las bases y las buscan en casos de crisis o en los procesos electorales. Los partidos son como sociedades anónimas, donde mandan quienes poseen la mayor cantidad de acciones; pero en la sociedad partidaria nadie es más fuerte por tener muchos carnés –nadie  tiene más de uno—, sino porque han copado la dirección partidaria, sea por méritos reales o ficticios; y cuando logran convencer, se vuelven indispensables, y utilizan sus méritos para hacerse de posiciones privilegiadas,

Los cambios que se operan en el orden orgánico estructural en los partidos son paralelos a los cambios que se operan en el orden ideológico de los líderes; sobre todo, en el orden ético, pues el poder deja de ser para ellos el vehículo para la transformación social –aunque sigue siendo el pretexto—, y pasa a ser un medio para el enriquecimiento personal. Estos cambios pueden ser similares en todos los partidos, pero no se expresan mecánicamente iguales, pues depende de la naturaleza, carácter o fundamentos ideológicos de cada partido y, en consecuencia, tampoco son iguales los métodos de conducción, de reproducción y cambios de líderes y órganos de dirección.

Unos partidos de derechas, cuando hay condiciones anormales –una dictadura militar o ven en peligro su sistema— caen en abiertas prácticas fascistas en apoyo al gobierno. Otros les hacen oposición. Cuando no hay tales excepciones, practican la alternabilidad de su liderazgo, y casi ningún líder baja de las alturas privilegiadas, quedando como “presidentes honorarios” o como “consejeros”, ni deja de utilizar los mecanismos internos de poder para promover a sus amigos y, a través suyo, seguir mandando. Guardar las apariencias democráticas, aunque se reelijan una, dos y hasta tres veces.

En los partidos de izquierdas se opera con otro mecanismo; en ellos casi no hay solución de continuidad en las direcciones partidarias. Siempre se arguye la experiencia, el prestigio, la capacidad, la ascendencia sobre las bases ganada con sacrificios personales, inteligencia en el diseño y conducción de tácticas y estrategias. No carecen de valor, las acciones en las circunstancias históricas de la lucha en que se han desempeñado; más su firmeza política e ideológica. Los partidos de izquierdas son  prolíficos en dar este tipo de líder. Y también son innumerables las veces en las cuales dirigentes de este nivel, ya en el ejercicio del poder, truecan sus cualidades revolucionarias por toda clase vicios.

Hay líderes que apenas pueden lucir alguna de las cualidades del auténtico revolucionario, y no todas las múltiples cualidades, pero con la misma facilidad con que se hacen del control partidarios, degeneran en ambiciosos y autoritarios. Las conductas de los dirigentes de la izquierda no son estándares, como tampoco tienen personalidades iguales. Como núcleos humanos, en los partidos hay individuos de todas las conductas.

Se ha demostrado que se requiere más valor y calidad humana para no resbalar hacia las banalidades y las vanidades del poder, que enfrentarse a los enemigos de clase en las luchas armadas. El lado débil de quienes se transforman con el poder es el amor al dinero, sentirse únicos y merecedores del culto de sus partidarios, pretensión que hacen extensiva hacia toda la población.

Pese a las debilidades partidarias, y la imposibilidad de que los partidos sean democráticos, su existencia es objetivamente necesaria; ¿qué hacer entonces? ¿Reestructurarlos o crear nuevos partidos? Las dos cosas son posibles. Si embargo, a nadie desde fuera de los partidos le corresponde impulsar la primera solución, y aunque se puede organizar nuevos partidos, eso no resuelve el problema de fondo, sino que reproduce.

Es la militancia de cada partido la que tiene el derecho y el deber de superar sus vicios, en primer lugar, con la crítica franca, tenaz, valiente contra quienes los practican.  Junto a la crítica, exigir el cumplimiento de sus programas y estatutos, que son los primeros que apartan los líderes. Pero sin comprender el fondo del problema, no le será posible a las bases impulsar una crítica certera, y estar conscientes de que las cúpulas no la permiten, y esta será su primera gran prueba de si podrán o no hacerlos  cambiar.

Sobre todo, se debe estar claro de que no será posible convertirlos en partidos democráticos, sino sólo en partidos menos antidemocráticos.