martes, 7 de junio de 2011

Los partidos: Podrían ser menos antidemocráticos


Onofre Guevara López

La experiencia no es despreciable si se trata de ser fiel a la realidad histórica, y en la experiencia de los partidos políticos, nada hay que recomiende reconocerles una esencia democrática. Para encontrar esa verdad, basta despojarse de simpatías partidarias y de cariños de juventud.

Sólo en su declaración de principios, en sus estatutos y programas se halla la identidad democrática de los partidos. Y en la necesidad de las clases, grupos o sectores de contar con un instrumento de lucha, se convalida su existencia. Pero en  sus estructuras orgánicas piramidales, nada indica que los partidos políticos puedan funcionar de manera democrática.

Afirmar que todos los partidos son iguales, es faltar a la verdad. Tampoco se puede estandarizar todas las complejidades de los partidos –en sus concepciones y actuaciones—, pues dificultaría hallar las diferencias que comprueban cuáles de ellos son más o menos anti democráticos.

Entre el conjunto de razones que dan vida a los partidos, destaca su utilidad  como instrumentos organizados de lucha; y por medio de la disciplina se cohesionan voluntades para la acción de conjunto en una sola dirección. Los partidos necesitan disciplina, pues sin la cual corren el riesgo de caer en acciones anárquicas y, por ende, incontrolables.

Todo eso es indispensable en los partidos para obtener su principal objetivo: el poder político. Una alternativa de la acción partidaria es la movilización espontánea, libre, auto convocada de las masas populares; y ante su poder no hay gobierno que resista. Pero, la falta de organización, de orientación única y de disciplina de estos movimientos, propicia que, al final, sean los partidos los que se queden con el fruto de esta acción colectiva.

A su vez, un partido político –o una  coalición de partidos— para garantizar el triunfo logrado por la acción de masas o por la vía electoral, es imprescindible el apoyo de las masas. Pero, en ese momento, es cuando comienzan a emerger y sentirse las contradicciones entre las cúpulas que ganan el poder, y las bases que, pese a su fuerza social que las sustenta, no tienen el control del poder. Las bases son pilares sobre los que descansa el gobierno, pero con eso no llega la culminación de sus aspiraciones ni el fin de sus necesidades. Juntas, las cúpulas y las bases, hacen el partido, pero éste no funciona igual para ambos.

Este es un problema insoluble, y en el curso de los acontecimientos sociales se distancian aún más, y de entre las cúpulas son los líderes o caudillos  quienes se hacen cargo de todo, relegan a las bases y las buscan en casos de crisis o en los procesos electorales. Los partidos son como sociedades anónimas, donde mandan quienes poseen la mayor cantidad de acciones; pero en la sociedad partidaria nadie es más fuerte por tener muchos carnés –nadie  tiene más de uno—, sino porque han copado la dirección partidaria, sea por méritos reales o ficticios; y cuando logran convencer, se vuelven indispensables, y utilizan sus méritos para hacerse de posiciones privilegiadas,

Los cambios que se operan en el orden orgánico estructural en los partidos son paralelos a los cambios que se operan en el orden ideológico de los líderes; sobre todo, en el orden ético, pues el poder deja de ser para ellos el vehículo para la transformación social –aunque sigue siendo el pretexto—, y pasa a ser un medio para el enriquecimiento personal. Estos cambios pueden ser similares en todos los partidos, pero no se expresan mecánicamente iguales, pues depende de la naturaleza, carácter o fundamentos ideológicos de cada partido y, en consecuencia, tampoco son iguales los métodos de conducción, de reproducción y cambios de líderes y órganos de dirección.

Unos partidos de derechas, cuando hay condiciones anormales –una dictadura militar o ven en peligro su sistema— caen en abiertas prácticas fascistas en apoyo al gobierno. Otros les hacen oposición. Cuando no hay tales excepciones, practican la alternabilidad de su liderazgo, y casi ningún líder baja de las alturas privilegiadas, quedando como “presidentes honorarios” o como “consejeros”, ni deja de utilizar los mecanismos internos de poder para promover a sus amigos y, a través suyo, seguir mandando. Guardar las apariencias democráticas, aunque se reelijan una, dos y hasta tres veces.

En los partidos de izquierdas se opera con otro mecanismo; en ellos casi no hay solución de continuidad en las direcciones partidarias. Siempre se arguye la experiencia, el prestigio, la capacidad, la ascendencia sobre las bases ganada con sacrificios personales, inteligencia en el diseño y conducción de tácticas y estrategias. No carecen de valor, las acciones en las circunstancias históricas de la lucha en que se han desempeñado; más su firmeza política e ideológica. Los partidos de izquierdas son  prolíficos en dar este tipo de líder. Y también son innumerables las veces en las cuales dirigentes de este nivel, ya en el ejercicio del poder, truecan sus cualidades revolucionarias por toda clase vicios.

Hay líderes que apenas pueden lucir alguna de las cualidades del auténtico revolucionario, y no todas las múltiples cualidades, pero con la misma facilidad con que se hacen del control partidarios, degeneran en ambiciosos y autoritarios. Las conductas de los dirigentes de la izquierda no son estándares, como tampoco tienen personalidades iguales. Como núcleos humanos, en los partidos hay individuos de todas las conductas.

Se ha demostrado que se requiere más valor y calidad humana para no resbalar hacia las banalidades y las vanidades del poder, que enfrentarse a los enemigos de clase en las luchas armadas. El lado débil de quienes se transforman con el poder es el amor al dinero, sentirse únicos y merecedores del culto de sus partidarios, pretensión que hacen extensiva hacia toda la población.

Pese a las debilidades partidarias, y la imposibilidad de que los partidos sean democráticos, su existencia es objetivamente necesaria; ¿qué hacer entonces? ¿Reestructurarlos o crear nuevos partidos? Las dos cosas son posibles. Si embargo, a nadie desde fuera de los partidos le corresponde impulsar la primera solución, y aunque se puede organizar nuevos partidos, eso no resuelve el problema de fondo, sino que reproduce.

Es la militancia de cada partido la que tiene el derecho y el deber de superar sus vicios, en primer lugar, con la crítica franca, tenaz, valiente contra quienes los practican.  Junto a la crítica, exigir el cumplimiento de sus programas y estatutos, que son los primeros que apartan los líderes. Pero sin comprender el fondo del problema, no le será posible a las bases impulsar una crítica certera, y estar conscientes de que las cúpulas no la permiten, y esta será su primera gran prueba de si podrán o no hacerlos  cambiar.

Sobre todo, se debe estar claro de que no será posible convertirlos en partidos democráticos, sino sólo en partidos menos antidemocráticos. 
  

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