lunes, 25 de abril de 2011

¿GOBIERNO DE “IZQUIERDA” O “DERECHA”? Mejor un gobierno honrado

Onofre Guevara López 

Fundamentar un argumento político en un hecho cierto con el fin de sacar una conclusión, intencionalmente calculada, es, al menos, una torpeza. Pero no escasean los adjetivos que de la misma torpeza se derivan: zafiedad, ineptitud, rusticidad, yerro, error, descuido. Con esto, estoy entrando al abordaje de un tema vigente en la propaganda del orteguismo, de emisión constante por todos los medios: que después de Ortega, solo queda la opción de la derecha, cuyos gobiernos neoliberales se caracterizaron por un marcado desinterés social y su pro imperialismo.
Esa falsa conclusión precede a un hecho cierto: los gobiernos neoliberales se caracterizaron no precisamente por su interés en dar solución a los problemas que afectan a la mayoría de la población pobre, y por su obsecuencia ante la política exterior de los gobiernos estadounidenses. Pero hay dos presupuestos falsos en esta conclusión: Ortega no es la mejor opción ni toda fuerza de oposición al orteguismo es de derechas.
El empeño en pasar como real esa falsa conclusión es la fuente de las políticas antidemocráticas que impulsa este gobierno y de las torpes medidas con que pretende otorgar al orteguismo la condición de la única fuerza política con derecho a disponer del Estado, como mejor responda a los intereses de su cúpula, con el imprescindible Daniel Ortega a la cabeza, para hoy y para siempre. Tras esa finalidad es que Ortega se posesionó de las instituciones y se adueñó de la voluntad de sus funcionarios, en un acto de autoritarismo dictatorial del primero y de indignidad de parte de los segundos. 
La torpeza de esa conclusión está en pretender hacer lo imposible –en  cualquier parte, ahora y siempre—, que es adueñarse del país, reducir a la nada el derecho y las libertades de los ciudadanos con métodos ilegales e indignos, cuando no se logra comprar voluntades o ganar el sometimiento pasivo de la gente. A nadie que no esté poseído por un concepto torpe de los fines de la política, la función del Estado democrático y la convivencia social, se le puede ocurrir empeñarse en cumplir ese fin imposible. 
En la obcecación orteguista tras el poder absoluto –cuyo final en ningún país ha sido glorioso— no hay originalidad en el uso de los peores recursos, pues son muchos los gobiernos que les han echado manos, sin poder lograr su objetivo. En principio, porque no hay pueblo que aguante por siempre a un mal gobierno, y luego, porque el gobierno en sus intentos por intentarlo, engendra en su seno las causas de su propio agotamiento:  corrupción administrativa; impunidad para ganar fidelidades de los corruptos (el caso de Roberto Rivas, es el peor-buen ejemplo); simular honradez y practicar la deshonestidad; ser intolerante ante las denuncias públicas, por lo cual se vuelve enemigo de la libertad de expresión, sea  escrita, oral o manifestada en las calles; en fin, arrogarse derechos y autoridad para usar todo tipo de represión –en escalada, según le van fracasando los medios más sutiles— y negar el derecho de aspirar al poder por la vía electoral transparente a las demás fuerzas políticas. Esto es lo que caracteriza al orteguismo.
Hasta este momento, el gobierno se ha privado de utilizar la fuerza militar directa, no por sus valores cívicos, sino por la falta de condiciones. Pero con la celeridad con que avanza tras ese objetivo, ya ha demostrado haber manipulado lo suficiente a muchos factores de dirección de la Policía y el Ejército. La intervención represiva de estas fuerzas, no sorprendería a nadie que conozca el propósito oficial, sino a los adormecidos por la propaganda del orteguismo.
Inseparable del abusivo criterio de la exclusividad de derechos para gobernar el país, es la aberrante práctica de negar la existencia y el derecho de la diversidad. Apropiarse de la exclusividad de los derechos políticos no es menos aberrante que apropiarse de la exclusividad de la representación política de todo el pueblo, y detrás de tal aberración es que el orteguismo ejecuta su política de negación de derechos a los sectores políticos de oposición, la cual, ante sus ojos de dioses infalibles, es solo de derechas. En su fiebre de poder, incluye en la derecha a todos los que no le aceptan su continuismo con la reelección del actual presidente de la república. 
Claro que la derecha existe, y con las características que les son propias, ¿pero quién le habrá dijo al orteguismo que su existencia y sus derechos los puede borrar a su gusto y antojo? ¿No es eso lo mismo que la derecha somocista quiso hacer con los grupos de izquierda, incluidos los sandinistas? 
Al margen de la aberración de pregonar que toda la oposición la integra la derecha, está el hecho de que la oposición –unida o separada— no actúa frente al orteguismo sólo por motivos ideológicos, sino principalmente por la razón política de que a la mayoría de los nicaragüenses la tiene afectada en sus derechos constitucionales. Por ello, es imposible que no se vea ni se sienta que el orteguismo representa un peligro para el funcionamiento de un Estado democrático en nuestro país. 
La oposición tampoco es homogénea en términos ideológicos ni en la práctica: entre su sector de derecha está el arnoldismo, que es el mejor aliado –tácito o de pacto— del orteguismo. Y la oposición en su conjunto no logró unirse, por la gestión del orteguismo con mil recursos distintos conocidos, sin contar los ignorados por ser amarres entre cúpulas y tras bastidores.
Ortega sabe mejor que nadie que no toda la oposición es de derechas y que no toda la derecha le hace oposición. Pero no deja de proclamar lo contrario por diversionismo político, además de que –esto sí, que parece ignorarlo— con su machacar aberrante de esa consigna está haciendo pensar a la población en que los problemas políticos y sociales de Nicaragua no dependen del triunfo electoral de la derecha ni de la supuesta izquierda –con sus aproximaciones y sus distancias—, sino del triunfo de la ética política sobre la política de corrupción.
En efecto, dada la abundante demostración de que entre los que se llaman de izquierda en el gobierno y los que son de derechas, han nacido los gobiernos corruptos, no por sus tendencias ideológicas, sino porque, sencillamente, sus líderes son políticos corruptos. Por este hecho, amplios sectores de la población comienzan a pensar que la actitud política correcta en una justa electoral –al margen de que no existen garantías para unas elecciones transparentes, por razones harto conocidas—, no es adoptar una posición ideológica a la hora de votar, sino mantener con seguridad una posición ética.
Para llegar a esa convicción, al ciudadano sólo le bastará pensar que es mejor un presidente honrado de derechas, pero respetuoso de sus derechos democráticos, que un presidente corrupto de izquierda y violador de sus derechos. Así, claro y pelado, se define la cuestión política actual de Nicaragua.

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